Máquinas tragaperras
El inconfundible e incesante sonido de la máquina tragaperras se incrusta en mi cabeza. Una tostada con aceite y tomate, un café con leche y El País encima de la barra. Un mañana de un día cualquiera de navidad, fría, que los afortunados que están de vacaciones utilizan para seguir haciendo compras.
El inconfundible y terrorífico sonido de las bombas, incesante, acongoja a un millón de personas en Gaza. Se incrusta en sus cabezas; acaba con sus vidas. Sería navidad, pero no lo es: no hay nada que celebrar en Gaza. No hay suministro eléctrico, y hace frío. Se acaban las reservas de comida y pronto habrá que salir a por más. Miedo.
Más monedas para la máquina tragaperras. El tono indica que no hubo suerte: “sigue jugando”. Un poco más de leche fría al café y ya se puede beber. El aceite empapa la tostada, y la sal puede verse sobre la rodaja de tomate. La primera página de El País muestra Gaza bajo el resplandor causado por los bombardeos. Entran más clientes, y el silencio se convierte en un murmullo.
Se escucha un gran estruendo. Unos segundos de silencio y luego gritos y llantos. Una cayó aquí al lado, ¿dónde? Se escuchan más aviones sobrevolando. Que pasen de largo… ¿Qué estará pasando ahí fuera? Más llantos y gritos. ¿Cuánto va a durar esto? Unos minutos de silencio y salen a la calle. Muerte.
Más monedas. Sólo migas de pan en el plato, y restos de aceite. La taza descansa sobre un plato manchado con gotas de café. Nada del Congo ya, de Somalia o Zimbaue en El País. Demasiada gente en la cafetería, demasiado ruido. Salió el sol y subió la temperatura y la gente se pone sus gafas de sol.
La máquina tragaperras invita a seguir jugando y las máquinas de la guerra continúan destruyendo y matando. Más café y tostadas. Más frío. Más ruido. Cambian los jugadores, los protagonistas, los periódicos y los clientes. Cambia la temperatura y la intensidad del ruido.
El mundo es como una cafetería llena de humo de la que entramos y salimos, rápidamente, sin pensar en los que se quedan, en los que juegan, comen tostadas y beben café o leen el periódico.
Indiferencia: “sigue jugando”.
El inconfundible y terrorífico sonido de las bombas, incesante, acongoja a un millón de personas en Gaza. Se incrusta en sus cabezas; acaba con sus vidas. Sería navidad, pero no lo es: no hay nada que celebrar en Gaza. No hay suministro eléctrico, y hace frío. Se acaban las reservas de comida y pronto habrá que salir a por más. Miedo.
Más monedas para la máquina tragaperras. El tono indica que no hubo suerte: “sigue jugando”. Un poco más de leche fría al café y ya se puede beber. El aceite empapa la tostada, y la sal puede verse sobre la rodaja de tomate. La primera página de El País muestra Gaza bajo el resplandor causado por los bombardeos. Entran más clientes, y el silencio se convierte en un murmullo.
Se escucha un gran estruendo. Unos segundos de silencio y luego gritos y llantos. Una cayó aquí al lado, ¿dónde? Se escuchan más aviones sobrevolando. Que pasen de largo… ¿Qué estará pasando ahí fuera? Más llantos y gritos. ¿Cuánto va a durar esto? Unos minutos de silencio y salen a la calle. Muerte.
Más monedas. Sólo migas de pan en el plato, y restos de aceite. La taza descansa sobre un plato manchado con gotas de café. Nada del Congo ya, de Somalia o Zimbaue en El País. Demasiada gente en la cafetería, demasiado ruido. Salió el sol y subió la temperatura y la gente se pone sus gafas de sol.
La máquina tragaperras invita a seguir jugando y las máquinas de la guerra continúan destruyendo y matando. Más café y tostadas. Más frío. Más ruido. Cambian los jugadores, los protagonistas, los periódicos y los clientes. Cambia la temperatura y la intensidad del ruido.
El mundo es como una cafetería llena de humo de la que entramos y salimos, rápidamente, sin pensar en los que se quedan, en los que juegan, comen tostadas y beben café o leen el periódico.
Indiferencia: “sigue jugando”.