El hambre de vivienda
924 millones de personas según Naciones Unidas habitan en “tugurios’”
La expresión “Hambre de vivienda” fue acuñada por Julián Salas Serrano, Doctor en Ingeniería Industrial e investigador de CSIC, hace algunos años para definir la precaria situación habitacional en que se encontraban miles de latinoamericanos. Hoy, se puede hacer extensible a muchas zonas del planeta.
Actualmente alrededor de 3,000 millones de persona -casi la mitad de la humanidad- residen en centros urbanos, y muchas de estas personas viven hacinadas en barrios que no ofrecen los niveles mínimos que aseguren a sus habitantes el acceso a los servicios básicos, y por tanto el disfrute de una vida digna y saludable. Muchos de los tejidos urbanos son además asentamientos ilegales en los que sus habitantes viven en situación de ocupación. Más del 50% de latinoamericanos vive en terrenos de dudosa propiedad.
La declaración de Derechos Humanos dice:
“Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente.” (Artículo 17.1).
“Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios” (Artículo 25.1)
Además, los Jefes de Estado y de Gobierno firmaron la Declaración de Estambul de 1996 sobre los Asentamientos Humanos, donde se comprometían a “garantizar una vivienda adecuada para todos y de lograr que los asentamientos humanos sean más seguros, salubres, habitables, equitativos, sostenibles y productivos”, y a seguir las recomendaciones en el marco del Programa Hábitat. Esta iniciativa, promovida por el Programa de Naciones Unidas para los asentamientos humanos en 1996, tiene como objetivo la reducción de la pobreza en las ciudades, así como convertirlas en lugares más ordenados, más seguros y más dignos para sus pobladores.
Así, la urgencia de las mejoras en las grandes aglomeraciones urbanas es una realidad de la que somos conscientes, y prueba de ello es que está en las agendas de los organismos internacionales, de los gobiernos de los países del Sur, y también en la de las organizaciones civiles. Pero estas mejoras no se están acometiendo al ritmo que debieran.
La ocupación ilegal del suelo es unos de los problemas con los que tropieza el diseño de estas mejoras: genera precariedad habitacional, porque las autoridades locales dejan de ingresar una parte muy importante de los impuestos sobre los bienes inmuebles o sobre la renta que, de ser recaudados, fomentarían la mejora de los servicios públicos, y facilitarían a los propietarios la obtención de créditos y avales. Además, los habitantes de estos “hogares sin papeles” no invierten esfuerzos ni personales ni económicos en arreglos o mejoras, pues no ostentan sentimiento de tenencia o de propiedad; y las casas cada vez están más deterioradas y la insalubridad más acusada… Es por tanto un círculo vicioso e infinito, en los que los más vulnerables se ven atrapados y sin salida posible.
Las dificultades para dar solución a este problema, no obstante, son muchas, y sobre todo se basan en cuestiones jurídicas y políticas. La organización del proceso, a nivel administrativo, es compleja, y requiere sistemas catastrales y registrales muy engorrosos y caros en su implementación. Además, existe un peligro añadido: las mejoras excesivamente rápidas pueden ser contraproducentes para la población más vulnerable, pues el incremento de los precios de las viviendas puede venir acompañado de movimientos de capital en forma de especulación inmobiliaria, de la que saldrían seriamente perjudicados.
La cuestión de la propiedad es un problema, es un reto que hay que asumir y para cuya resolución es necesario elaborar políticas, fomentar capacidades, y fortalecer la colaboración entre los gobiernos y la sociedad. Estas políticas deben garantizar la seguridad de los ocupantes, que sólo así invertirán esfuerzos para mejorar las condiciones de su vivienda y con ésta, su calidad de vida.
Los procesos deben ser progresivos y participativos, porque sólo de esta forma se asegurará que la solución adoptada será la preferida por los habitantes de estos tejidos urbanos y facilitará así el empoderamiento de la población. No han de ser cambios drásticos que varíen radicalmente el estatus de los pobladores, sino que han de partir de la situación actual hacia un sentimiento de tenencia y seguridad cada vez más inherente.
Las fórmulas y medidas a adoptar para abordar este reto dependerán del entorno del país, en términos políticos, culturales, económicos e históricos. La formalización de los asentamientos en forma de títulos de propiedad parece, en un principio, el “ideal”, pero no es una fórmula replicable en todos los contextos. Existen alternativas como la promoción del alquiler, la cesión del suelo por parte del estado,… Es por ello que la colaboración entre las distintas instituciones y con la sociedad civil es fundamental para lograr diseñar las medidas más apropiadas para cada comunidad.
El caso de Brasil es muy alentador. Lula adoptó, en 2003, la valiente iniciativa de dar títulos de propiedad a los habitantes de millones de favelas, y asumiendo las dificultades que encontraría por el camino, comenzó acometiendo la legalización de la propiedad de los terrenos donde éstas se asientan. En la constitución de la República Federal de Brasil dice:
"...a habitação como responsabilidade comun da União, dos estados e municipios."
Desgraciadamente, la tierra es hoy un bien de mercado, es un activo al que los pobres no pueden acceder. Por eso, los tugurios constituyen hoy la “solución” para alojar a millones de personas desfavorecidas a lo largo y ancho de este planeta. Éste es el gran “problema”. Hoy, la “vivienda digna para todos” es una utopía.