sábado, enero 27, 2007

Pepa y Pepe

Se casaron muy jóvenes, tras quedar ella embarazada. Al contrario de lo que esperaban, la vida se les fue complicando más y más, y nunca llegaron siguiera a rozar el nivel económico que desearon y que creían merecer. Llegaron dos hijos más, y la casa y el sueldo se les quedaban cada vez más cortos…

Él no conseguía el trabajo que esperaba. Pasaba incesantemente de uno a otro, en diferentes lugares y sectores, pero no encontraba su sitio; o su sitio no lo encontraba a él. Ella odiaba tener que limpiar la casa de otros, y refunfuñaba cada mañana al levantarse y salir a trabajar. La repetición constante de estas sensaciones de amargura les generaba un estado fatal de frustración, intensa e irremediable.

Compartían sus desalientos con los demás. Los gritos y discusiones se escuchaban en todo el bloque, subiendo a través del estrecho patio interior para colarse en los salones y dormitorios del resto. El llanto del bebé se incrustaba en mi cabeza, eclipsando incluso el diálogo de insolencias e insultos que iban y venían; aunque… sólo venían. No se iban.

El entorno no ofrecía las condiciones necesarias para la convivencia de todos, y los hijos mayores hubieron de mudarse con familiares; pero la armonía de la pareja no mejoró. Las discusiones se tornaron más violentas y los insultos tan agresivos que dolía escucharlos. En ocasiones se intuían golpes y zarandeos, luego gritos y llantos.

El bebé se iba haciendo mayor. El trabajo perfecto no llegaba. La casa cada vez estaba más vieja y deteriorada. La posibilidad de mejora se esfumaba.

Ayer llamaron a mi puerta. Era la policía. No, yo no había estado en casa la noche anterior y no había escuchado nada esta vez. Un nuevo capítulo de violencia de género terminaba con la amarga historia de esta familia.

Es la víctima número cincuenta y cinco de este año.