jueves, diciembre 07, 2006

Juan

Aunque ibas perdiendo la vista, no se te notaba demasiado porque conocías tu kiosko como la palma de tu mano. A las 8:30 de la mañana David el de bar te traía, puntualmente, tu café, con la leche muy caliente.

Te enfadaste mucho cuando, tras la rehabilitación de puestos y kioskos que decretó el Ayuntamiento, te obligaron a poner el mostrador al otro lado. Llevabas 40 años viendo pasar los coches, y ahora, porque a alguien se le había antojado, te habían girado 180 grados y te ponían cara a la acera, viendo pasar a las personas. Siempre pensé que sería mejor, estarías acompañado por los vecinos, que se pararían a saludarte, y que resultaría provechoso para el negocio; era más visible que el kiosko estaba abierto y, además, los clientes no habrían de rodearlo haciendo equilibrios sobre la acera para comprar un clicle o un paquete de Chéster. Y mucho más saludable, eso seguro. Pero tu nunca lo entendiste, y nunca te acostumbraste.

Cuando me acercaba a comprar, siempre me preguntabas por mis estudios y mi trabajo. Te preocupabas por mi futuro y me regañabas cuando no madrugaba y me veías sacar al Tuerto casi a mediodía. No entendías muy bien por qué vivía sóla, o por qué no tenía novio o estaba casada.

Cada día me saludabas igual: "Hola, ¿qué tal?. ¡Muy bien, con Anís del Coral!". Ese antiquísimo anuncio comercial, que yo nunca ví, lo he imaginado en mi cabeza miles de veces gracias a tí. En él te veo, en blanco y negro, con una botella de anís etiqueta roja, y un tenedor con el que raspas el grueso vídrio transparente, al son de una melodía alegre y pegadiza.

Me mudé de barrio, pero siempre que pasaba cerca me acercaba a saludarte.

Un día volví, pero ya no estabas allí.